martes, 17 de marzo de 2009

Mas allá de tu vida diaria

Lo que te sucede a diario es de suma importancia. Pero no es lo único. Tampoco lo esencial.
Descubrir la esencia de quién sos es una puerta abierta para desarrollar tu enorme potencial.

Coaching espiritual




Cómo abordar la espiritualidad, cómo abordar el sentido que tiene tu vida en esta Tierra, cómo ver desde otra perspectiva lo que te sucede a diario...
Mi método es simple: que lo descubras.
Decirte cuál es el sentido de tu vida sería darte un pescado, en vez de enseñarte a pescar.
Necesitamos conversar, sin importar en qué ambiente estemos (sin importar las circunstancias). Conversar orientados hacia una meta: DARTE CUENTA.
Cualquier religión que profeses, o no, es bienvenida. La espiritualidad no es un atributo exclusivo de una religión en particular.

Cómo descubrirlo


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Carlos

UNA HISTORIA para que leas

MIGUELANDIA
Copyright © (2004-2006), Conrado Newman
Relato finalista del XVII Certamen Internacional de Poesía y Narrativa Breve Editorial Nuevo Ser, año 2007, publicado en el tomo 2 del libro “Nueva Literatura de Habla Hispana 2007”.

Miguel Valdez está solo y aburrido, sentado en su sillón individual estilo Luis XV que desarmoniza con el resto del moderno mobiliario de la sala. Fuma un cigarrillo tras otro en esta tarde gris, calurosa y húmeda de verano. Sus pocos amigos se fueron de vacaciones, la temporada de fútbol aún no comienza, su novia lo abandonó dos meses atrás, todos sus familiares viven a cientos de kilómetros de su actual residencia y el clima de la calle, comparado con el frío seco del aire acondicionado, no le invita siquiera a salir a dar una vuelta sin rumbo.
En un momento, su mirada perdida de aburrimiento se posó sobre el reloj de la pared: cuatro menos cuarto. Calculó que le faltaban catorce horas y cuarenta y cinco minutos para despertarse con el sonido del pequeño, negro, cuadrado y siempre odiado reloj que tenía en el dormitorio para iniciar la rutina semanal de su monótono trabajo como dependiente contable, conciliando una y otra vez debes con haberes que siempre dan como resultado el mismo número.
El tedio no era producto de su circunstancia dominical, sino de un estado de Ser: Miguel es en esencia una persona aburrida, rutinaria y triste. Tanto, que ese domingo se le cruzó por la cabeza suicidarse; pero pronto lo desestimó, ya que no tenía la audacia suficiente para llevarlo a cabo, y porque recordó, además, que de hacerlo no iría al Paraíso.
Una leve sonrisa se esbozó en su rostro plomizo cuando se escuchó esa referencia a un pasado religioso, el cual había abandonado hacía muchos años. Ese momentáneo cambio anímico hizo que le surgiera la idea de encontrar, sin moverse de donde estaba, y sin efectuar esfuerzo alguno, un entretenimiento que le ayudase a sobrellevar al menos las seis horas que le restaban para irse a dormir.
No supo cómo, pero de repente halló la solución: diseñar cuál podría ser su mundo ideal. Uno que fuese perfecto, como de pequeño le enseñó su madre que lo era el Paraíso de Adán y Eva. Un entusiasmo poco habitual lo embargó.
Lo primero que imaginó fue que debería ser un lugar en el que no tuviese que trabajar. Nada que se asemejase a tener que levantarse todos los días para hacer tarea alguna, sea ésta manual o intelectual. Recordaba que unas semanas atrás se había quejado, ante un vendedor de la empresa, acerca de lo rutinario de su trabajo, diciéndole que le envidiaba la libertad de estar en la calle, yendo de un lado para otro. El hombre le contestó que, en cierto sentido, eso también se convertía en una rutina, pues él tenía itinerarios que recorrer y clientes que visitar, quienes por lo general eran siempre los mismos.
Este recuerdo reciente le hizo concluir que en Miguelandia (así bautizó a su mundo) el trabajo estaría desterrado por completo.
Él era vegetariano, no por convicción sino por prescripción médica ante las constipaciones crónicas que sufría. Había abandonado las carnes de su dieta varios lustros atrás, así que pensó que en su mundo deberían existir árboles, plantas y arbustos que diesen los frutos necesarios para su subsistencia. Respecto a los animales, imaginó que podrían existir los que quisieran, siempre y cuando no tuviese que defenderse de ellos, pues eso implicaría una especie de trabajo, tan rutinario como el suyo y el del vendedor. Reflexionó, sin embargo, que el contar con una variedad amplia de animales le daría alegría al lugar, por lo que determinó que en Miguelandia habría grandes felinos, reptiles y, en general, animales salvajes y domésticos de cualquier tipo, y también insectos; pero que ninguno tendría un comportamiento agresivo hacia otros, y en particular hacia la especie humana.
Apagó el cigarrillo en el cenicero repleto de colillas, y aprovechó que la campanilla del teléfono sonó para levantarse, atenderlo, y luego vaciar el contenido gris, blanco y marrón en la bolsa de basura. Después buscó leche fresca en la heladera.
El llamado provenía de una desconocida encuestadora, quien le preguntó qué tipo de jabón utilizaba para la ropa. Le contestó que no usaba producto alguno, ya que enviaba todo al lavadero, y colgó el auricular sin esperar una repregunta o un agradecimiento de esa voz que él consideró amable por compromiso y no por sinceridad, y que inusualmente lo molestaba un día domingo.
Al regresar al sillón con el cenicero vacío, el vaso de leche y el recuerdo del jabón para lavar, tres nuevos temas importantes afloraron en sus neuronas para ser resueltos en el diseño de su Paraíso privado: los lácteos, la vestimenta y los cigarrillos. Respecto al primero, le gustaba tomar varios vasos diarios; pero si para ello tenía que ordeñar una vaca, entonces esa tarea se convertiría de por sí en un trabajo. Lo mismo que lavar la ropa. Rápidamente concluyó que las vacas deberían existir, pero que tendrían que acostumbrarse a dejar la leche en un recipiente, tal como un gato hace sus necesidades en una cama de piedras sanitarias.
De pronto, recordó su pasión por comer huevos, e incluyó expresamente en su lista mental a las gallinas.
La mejor solución que se le ocurrió para la ropa, fue que en su mundo no existiría. Todos los seres humanos vivirían desnudos.
El frío del aire acondicionado se intensificó en la pequeña sala. Detuvo la construcción de su mundo antes de buscarle una solución a los cigarrillos, tomó el control remoto y subió la temperatura del termostato, para que el aire fuese apenas fresco. En ese momento cayó en la cuenta de que, si en Miguelandia nadie llevaba ropa puesta, las personas podrían resfriarse. Pero para no perder el hilo de sus pensamientos decidió dejar el tema para ser resuelto después.
¿Qué hacer con el tabaco? Si en su mundo continuaba fumando, alguien tendría que producirlo. Y eso era trabajo, lo cual estaba vedado. Quizás fuese el momento indicado para dejarlo, como su tío el médico usualmente le prescribía, su ex novia siempre le reprochaba, y su tos crónica le indicaba.
Pasó de inmediato al siguiente tópico: si la ropa no existía, ¿qué hacer con el frío? La solución le fue evidente: en Miguelandia el clima sería constante durante todo el año. Sin cuatro estaciones, ni vientos fuertes (alguna brisa, de vez en cuando, tal vez estuviese permitida), ni calor, frío o lluvias. Una temperatura de veinticuatro grados constante, día y noche. El razonamiento le pareció brillante, porque de esa manera evitaba también otro problema que surgió: el lugar en donde vivir. Con semejante clima, ¿cuál podría ser la necesidad de tener un techo bajo el cual guarecerse? Podría perfectamente dormir bajo la intemperie, ya que en Miguelandia ningún insecto, felino, reptil o cualquier otro animal podía agredirlo. Eso ya lo había determinado.
Sin embargo, la idea de poder ser atacado en su mundo ideal provino de otro costado. Animales o insectos no podían, pero ¿qué tal si recibía la agresión de otro animal de su misma especie? Pensó entonces en ser el único humano; pero se dio cuenta de que si no tenía una mujer a su lado, el género humano se extinguiría. Por otra parte, recordó la historia de Adán y Eva en el Paraíso: esa única mujer podría ser la fuente de una agresión. Barajó varias posibilidades, y la que más le conformó fue la de ser el único, con la virtud de la vida eterna, para que la especie humana no desapareciese. Tan simple como eso: vida eterna. Nada de tener que beber de la fuente de la juventud, como en las leyendas que había leído de pequeño, porque eso implicaría una suerte de trabajo, una rutina. Y en su mundo, éstas estaban completamente eliminadas, era un principio fundamental de la constitución de Miguelandia. Vida eterna, sin necesidad de recurrir a artificio alguno para conservarla.
Observó a su alrededor para detectar si estaba omitiendo algún detalle. A medida que lo hacía, rápidamente descartó la necesidad de tener un televisor o una radio, que por otra parte no podían tener programación alguna, ya que él iba a ser el único en su mundo. Su cabeza detuvo el movimiento semicircular para volver al equipo de audio del rincón. Radio no necesitaba, pero, ¿acaso música no? Definió que sí. La música tenía que formar parte de su universo. Pero dado que él no era afecto a un estilo en particular, se dijo que el canto de los pájaros, el sonido del agua cayendo por una cascada, y la leve brisa moviendo las ramas de los añosos árboles serían suficiente deleite para sus oídos.
Se levantó del sillón y caminó con lentitud, recorriendo visual y mentalmente todo el decorado, descartando casi de plano la necesidad de tener un refrigerador, mesa, sillas, porta retratos, libros, teléfono, ventilador, platos, cubiertos, cama, bañadera o inodoro. Se detuvo frente al espejo, y recordó su rutina de lavarse los dientes a la mañana y a la noche. Sonrió, pues se dio cuenta al instante de que la solución era definir que, dentro de la vida eterna, estaría incluida la salud perfecta y la juventud eterna. Sin problemas de caries, constipaciones o malestar alguno; viviendo constantemente sus veintisiete años de edad.
Satisfecho con las definiciones, quiso ponerlas mentalmente en práctica. Fue a la cocina por otro vaso de leche fría, lo bebió de un sorbo, y luego se dirigió a la habitación. Encendió el aire acondicionado, reguló el termostato a veinticuatro grados, se desvistió completamente, y se recostó boca arriba sobre la cama, con la intención de imaginarse un día en Miguelandia.
Los primeros minutos le sirvieron para relajar el cuerpo, esperar a que la temperatura se adaptase al ideal imaginado, y contar la cantidad de telarañas que colgaban de los rincones del techo. Cuando estaba a punto de levantarse para buscar un plumero y eliminarlas, cayó en la cuenta de que no estaba utilizando un método adecuado para imaginar su paraíso. Elevó el torso y lo apoyó contra el respaldo de la cama. Pero esta nueva postura sólo logró que se enfocara en las irregularidades de la pared, y en la necesidad de pintar la habitación.
Se recostó de nuevo boca arriba y cerró los ojos. De repente, se observó desnudo en un amplio espacio circular, parado sobre una gramínea prolijamente recortada a tres centímetros de la tierra, con árboles de especies variadas bordeando el círculo casi en su totalidad. Los pinos, eucaliptos, bananos, acacias, robles, manzanos, naranjos, y algunos otros que no logró identificar, estaban intercalados aleatoria pero armónicamente, dejando un hueco por donde el césped se extendía hacia otro lugar, del cual apenas alcanzaba a percibir la sombra de una sierra en el fondo, y el sonido del agua.
Caminó despacio, en dirección al hueco. A los pocos metros, vio que venía volando hacia él un tucán, que sujetaba en su colorido pico un objeto rojo y redondo. Cuando estaba por llegar, el ave aminoró la velocidad y soltó el objeto, el cual cayó sobre sus manos. Era una pequeña manzana. La mordió y masticó el trozo de fruta, saboreando su dulce e incomparable jugo.
De pronto, observó a un león aproximándose. El miedo lo paralizó. Abrió los ojos, elevó el torso, y se sentó sobre el colchón, jadeando. Paulatinamente recuperó la calma. Al tranquilizarse, sonrió, pues recordó que en Miguelandia ningún animal podía atacarlo.
Fue hacia el baño, orinó, se dirigió a la cocina para beber otro vaso de leche fría, y de nuevo se recostó boca arriba. Cerró los ojos y se quedó dormido. Esta vez estaba parado a la entrada del otro espacio. A su alrededor, diversas variedades de felinos corrían, saltaban, jugaban o simplemente descansaban sobre el césped, en total armonía con las vacas, gallinas, caballos, perros, ornitorrincos, caimanes y garzas que vagaban por el lugar. La zona estaba delimitada por árboles y arbustos a un costado, y por montañas en todo el resto del contorno irregular. En un rincón, observó una pequeña laguna con una cascada.
Corrió, esquivando a los animales, y continuó caminando aún cuando ya había ingresado en el espejo de agua cristalina cuya profundidad determinó, al recorrerla, que no superaba la altura de su hombro. Peces tropicales, como los que alguna vez viera en las fotos de una revista, zigzagueaban con la tranquilidad que otorga el no preocuparse por el paso del tiempo.
Luego de un rato de nadar a lo largo y a lo ancho, y de pararse debajo de la cascada para sentir cómo la presión del agua cálida masajeaba su cuerpo desnudo, salió de la laguna para continuar recorriendo el lugar. Decidió escalar la sierra más baja, con el propósito de observar qué había más allá. Despacio, sin sentir cansancio ni sufrir lastimaduras, ascendió por entre rocas y arbustos, cuidando de no pisar las frutillas que crecían por doquier, acompañado siempre por el canto de distintos pájaros que musicalizaban cada uno de sus pasos. Al llegar a la cima, pudo ver que la cadena montañosa se extendía hacia la derecha casi sin límites, mientras que a la izquierda, atrás y al frente, observó amplios espacios rodeados de árboles que contorneaban, de forma irregular, cada una de las bellísimas manchas verdes salpicadas por flores multicolores. El paisaje se prolongaba más allá del alcance de su vista.
A unos cientos de metros más adelante detectó un gran lago, con gaviotas sobrevolando el espejo de agua, y unas manchas negras y grises, que aparecían y desaparecían de la superficie. Curioso, descendió y se encaminó hacia allí. Antes de llegar observó que las manchas eran orcas que jugaban con unos pequeños delfines. De nuevo deseó sumergirse en las aguas, esta vez mucho más profundas. Nadó sin sentir cansancio durante un tiempo prolongado, jugando con los animales que encontró dentro del agua.
Salió del lago y continuó explorando los lugares aledaños. En todos halló especies diversas de animales, vegetales e insectos que convivían en total armonía.
De pronto, detuvo su recorrido. Pensó que no tenía hambre, lo cual le resultaba extraño. Observó un huevo a los pies de un naranjo y lo recogió. Rompió con cuidado una parte de la cáscara y vació el contenido crudo en su boca. Luego arrancó una naranja, la descascaró con las uñas y la engulló. Cuando hubo terminado, sintió que el acto de comer había sido innecesario. Continuó errando sin rumbo fijo. Nadó, trepó y escaló cuanto obstáculo se le interponía, sin cansarse.
En un momento en el que se sentó a orillas de una laguna, recordó que en Miguelandia poseía la vida, juventud y salud eternas. Se dio cuenta entonces de que no necesitaba comer ni descansar. Se incorporó y prosiguió un recorrido sin fin, por múltiples paisajes y sonidos, bajo un sol que parecía no moverse, ni lastimar su piel blanca; y con una temperatura que le resultaba por demás agradable.
Vagó y vagó durante días enteros, hasta que los paisajes y sus habitantes comenzaron a repetirse, al igual que la música de las aves, la brisa y las cascadas que escuchaba por doquier.
Continuó, hasta que se detuvo abruptamente frente a un duraznero. La sonrisa de éxtasis que había sostenido en su rostro durante todo ese tiempo se esfumó. Se sentó sobre una roca, al costado de una cascada, y pensó qué más podía hacer en su paraíso.
Permaneció inmóvil durante horas, quizás días, aunque él no podía determinarlo porque las noches no existían. Por más que pensaba, no encontraba actividad que le satisficiera. Su espalda, poco a poco, se encorvó más y más, mientras su mirada perdía brillo.
De repente, el ruido de una potente sirena invadió el espacio, cubriendo por completo los sonidos del agua de la cascada y el trinar de los pájaros.
Se despertó. El estruendo de la sirena se atenuó, aunque persistió hasta que instintivamente movió el brazo derecho a un costado, tocó un elemento plástico duro, y el sonido se detuvo.
Por las rendijas de la persiana divisó algunos rayos de sol. Se incorporó asustado, y recién cuando caminó tres pasos pudo darse cuenta de que estaba en su habitación. Dio media vuelta y miró el reloj despertador. Las seis en punto.
Recogió su reloj pulsera digital y apretó el botón que indicaba la fecha: era lunes. Con paso cansino se dirigió al cuarto de baño. Destapó la pasta dental, colocó dos centímetros de dentífrico sobre las cerdas, abrió la canilla, se miró al espejo, abrió la boca y se cepilló cuidadosamente la dentadura.
Otra semana de aburrimiento comienza en Miguelandia.